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C Domingo 30º Lucas 18, 9-14 Orar con humildad

Mismo capítulo que el domingo pasado. Jesús continúa su enseñanza sobre la oración: antes insitió en la constancia, ahora en la humildad. Lo ilustra contrastando la oración de un fariseo y la de un publicano.
Los primeros lectores de este evangelio tenían una buena imagen de los fariseos, personas muy comprometidas con su fe, y una mala de los publicanos, al menos entre los pudientes, que se veían afectados por su actividad de recaudadores de aduanas.
En cambio, los lectores actuales de Lucas tenemos una visión negativa de los fariseos, no así de los publicanos.
Con este cambio de perspectiva, la parábola de Jesús pierde fuerza.
Ellos se mantienen a distancia entre sí de modo que el fariseo no pierdese la pureza ritual que el publicano podría haber perdido en su contacto con los enseres de su trabajo. La liturgia ha escogido una traducción (el publicano se quedó atrás) que puede dar lugar a una mala interpretación.
Ambos se encuentran en el templo en una de las dos oración públicas del día.
Sus oraciones se diferencian por la postura corporal (erguido el fariseo, con la vista baja el publicano); por los gestos (el publicano se golpea el pecho, algo inusual en la plegaria del varón judío) y por las palabras, excepto en una coincidencia: El fariseo incluye al publicano en un listado de pecadores (junto a ladrones, injustos y adúlteros), y el publicano reconoce que lo es. Mientras el fariseo da gracias por ser cómo es, el publicano pide compasión.
El fariseo se justifica a sí mismo ("se tenía por justo", dice Lucas) con su currículum: ayuna y da el diez por ciento de sus bienes, superando en ambas cosas lo exigido por el Antiguo Testamento. El publicano no puede justificarse ante Dios, pero -según Jesús- Dios le justifica, mientras que no lo hace con el fariseo.
La lección se resume en la frase final, que repite lo dicho por María en el Magnificat (Lucas 1, 52)

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